Quien se fue a Sevilla, perdió su silla
Durante el reinado de Enrique IV (1425-1474), le fue concedido el arzobispado de Santiago de Compostela a un sobrino del arzobispo de Sevilla, don Alonso de Fonseca. Dado que el reino de Galicia andaba revuelto, el arzobispo electo pensó que la toma de posesión del cargo no iba a ser cosa sencilla, por lo que pidió ayuda a su tío. Don Alonso se desplazó al reino gallego, pero pidió a su sobrino que se ocupara del arzobispado sevillano durante su ausencia. El arzobispo, tras lograr serenar los ánimos de los gallegos, regresó a Sevilla, pero se encontró con que su sobrino no quería dejar de ningún modo la silla hispalense. Para que desistiera, no sólo fue necesario un mandato del Papa, sino que interviniera el rey y que algunos de sus seguidores fuesen ahorcados tras un breve proceso. A raíz de este trágico suceso nace el refrán quien se fue a Sevillla, perdió su silla. De él se deduce que la ausencia perjudica, no al que se fue a Sevilla, sino al que se fue de ella.
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