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jueves, 12 de noviembre de 2015

BUENOS DÍAS DESDE ARCOS DE LA FRONTERA A TODO EL MUNDO

El mono japonés, Macaca fuscata, ha sido observado y documentado por más de 30 años. En 1952, en la isla de Koshima, los científicos les proveían a los monos con patatas dulces dejadas caer en la arena. A los monos les gustaba el sabor de las patatas dulces crudas, pero hallaban la arena desagradable.
Una hembra de 18 meses de nombre Imo descubrió que podía resolver el problema lavando las patatas en una quebrada cercana. Ella le enseñó este truco a su madre. Sus compañeros de juego también aprendieron esta nueva manera y los enseñaron a sus madres, también.
Esta innovación cultural fue gradualmente adoptada por varios monos frente a los ojos de los científicos. Entre 1952 y 1958, todos los monos jóvenes aprendieron a lavar las patatas dulces arenosas para hacerlas más palatables. Sólo los adultos que imitaron a sus hijos aprendieron esta mejora social. Otros adultos siguieron comiendo las patatas dulces pero sucias.
Entonces algo sorprendente ocurrió. En el otoño de 1958, un cierto número de monos de Koshima estaban lavando las patatas dulces -no se conoce el número exacto. Supongamos que cuando el sol salió una mañana había 99 monos en la Isla de Koshima que habían aprendido a lavar sus patatas dulces. Asumamos también que más tarde esa mañana, el centésimo mono aprendió a lavar patatas. !Entonces ocurrió!
Para la siguiente tarde, casi todos en la tribu estaban lavando las patatas dulces antes de comerlas. La energía adicional de este centésimo mono, de alguna manera, ¡creó una brecha ideológica!
Pero observen. Lo más sorprendente que notaron los científicos fue que el hábito de lavar las patatas dulces se propagó espontáneamente al otro lado del mar -¡colonias de monos en otras islas y en tierra firme en Takasakiyama comenzaron a lavar sus patatas dulces!
"Marea de Vida", Watson, pp. 147-148, Bantam Books, 1980
La historia de hoy, más que un hallazgo científico de importancia es un llamado de atención sobre el don que Dios nos ha concedido a todos y cada uno de nosotros: el poder de influir en otros. Si un mono, actuando por instinto, pudo desencadenar cambios permanentes en la conducta de toda una especie más allá de su isla, ¿cuánto más nosotros, que creados a imagen y semejanza de Dios, contamos además con la presencia y ayuda del Espíritu Santo?
No hay duda que el enemigo de nuestras almas ha engañado a más de uno con la noción de que somos insignificantes y que nuestras vidas no cuentan para nada... o para muy poco. Ante toda insinuación de ese tipo, venga de donde venga, atrevámonos a afirmar que, en Cristo somos más que vencedores y si un mono puede hacer la diferencia, ¡cuánto más nosotros! Adelante y que Dios les continúe bendiciendo.
Raúl Irigoyen


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