Un hombre edificó su casa. Y la embelleció
con un jardín interno. En el centro plantó un roble. Y el roble creció lentamente.
Día a día echaba raíces y fortalecía su tallo, para convertirlo en tronco,
capaz de resistir los vientos y las tormentas.
Junto a la pared de su casa plantó una hiedra y la hiedra comenzó a levantarse
velozmente. Todos los días extendía sus tentáculos llenos de ventosas, y se iba
alzando adherida a la pared.
Al cabo de un tiempo la hiedra caminaba sobre los tejados. El roble crecía
silenciosa y lentamente.
- ¿Cómo estás, amigo roble? - preguntó una mañana la hiedra
- Bien, mi amiga. - contestó el roble
- Eso dices porque nunca llegaste hasta esta altura. - agregó la hiedra con
mucha ironía - Desde aquí se ve todo tan distinto. A veces me da pena verte
siempre allá en el fondo del patio.
- No te burles, amiga. - respondió muy humilde el roble - Recuerda que lo
importante no es crecer deprisa, sino con firmeza.
Entonces la hiedra lanzó una carcajada burlona.
Y el tiempo siguió su marcha.
El roble creció con su ritmo firme y lento.
Las paredes de la casa envejecieron.
Una fuerte tormenta sacudió con un ciclón la casa y su jardín. Fue una noche
terrible.
El roble se aferró con sus raíces para mantenerse erguido. La hiedra se aferró
con sus ventosas al viejo muro para no ser derribada. La lucha fue dura y
prolongada.
Al amanecer, el dueño de la casa recorrió su jardín, y vio que la hiedra había
sido desprendida de la pared, y estaba enredada sobre sí misma, en el suelo, al
pie del roble. Y el hombre arrancó la hiedra, y la quemó.
Mientras tanto el roble reflexionaba:
"Es mejor crecer sobre raíces propias y crear un tronco fuerte, que ganar
altura con rapidez, colgados de la seguridad de otros."
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