Recuerdo
una vez que caminé junto a un riachuelo de Texas hace muchos años con mi cuñado
Ed y David, su hijo de tres años. Mientras caminábamos, David había estado
recogiendo piedras lisas y redondas de la corriente. Las llamaba
"cerditos" porque su forma redonda le hacía pensar en cerditos.
David
se metió una serie de "cerditos" en los bolsillos, y cuando se le
terminaron los bolsillos, comenzó a llevarlos en los brazos. Después de un rato
empezó a tambalearse bajo el peso de las piedras y se quedó atrás. Era evidente
que sin nuestra ayuda nunca llegaría a la casa, por lo que Ed dijo: "Ven,
David, déjame cargar tus cerditos."
El
rostro de David se cubrió de renuencia por un momento, y luego se iluminó.
"Ya sé - dijo -- . Tú me cargas a mí y yo cargo a mis cerditos."
Muchas
veces he pensado en ese incidente y en mi propia insistencia infantil en que
debo llevar mi propia carga. Jesús ofrece llevar todas mi cargas, pero yo me
resisto por terquedad y orgullo. "Tú me cargas a mí - digo -- , pero yo
cargo mis "cerditos".
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