FARMACIAS DE GUARDIA EN LA PROVINCIA DE CÁDÍZ

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CALENDARIO

domingo, 3 de septiembre de 2017

NUEVO DÍA

Recuerdo ese día muy bien. Yo era joven: tendría cuatro o cinco años. Hicimos algo inusual ese día, al menos inusual para mi casa. Hicimos biscochos. Con mi madre ayudando en la lechería de la que era propietaria y operaria la familia, no quedaba mucho tiempo para hornear biscochos. Pero ese día, por la razón que fuera, hicimos biscochos.
Para ese tiempo, mi abuelo, que luego perdería su vista debido a la diabetes, todavía podía ver. También para ese entonces, tenía varios caballos a tan solo un cuarto de milla de nuestra casa. Ese día mi abuelo estaba fuera con los caballos, y uno de nosotros, mi mamá o yo, decidimos que yo debería llevarle un biscocho.
Ahora bien, desde pequeña, las tareas eran muy importantes para mí. Tenía mis responsabilidades en alta estima. No solo quería hacer cosas... quería hacerlas a la perfección. Así que me dirigí, descalza, desde mi casa, biscocho en mano, hacia el corral donde mi abuelo estaba trabajando.
Sin embargo, al llegar allí encontré un enorme problema para una niñita con un biscocho en su mano: la cerca que me separaba del lado de mi abuelo. Había un portón que conectaba la cerca. Era una vieja y grisácea estructura de aluminio con unas cuatro piezas horizontales sostenidas por una larga pieza diagonal.
Con una altura de alrededor de unos cinco pies, aquello era monstruoso.
Peor aún, lo que lo sostenía erecto, no lo mantenía firme. Así que el portón se sacudía peligrosamente de arriba hacia abajo con cualquier presión que se le aplicase. Para una pequeña como yo, ese portón presentaba un gran problema. No era lo suficientemente grande para abrirlo. No podía gritar lo suficientemente alto para que el abuelo me oyese. Así que al analizar la situación en mi mente, decide que mi única opción era escalar la cosa. Hoy me doy cuenta de que hubiera sido inteligente el meter el biscocho por entre el portón antes de iniciar su escalada. Desafortunadamente, no pensaba con tal claridad ese día. En vez, biscocho en mano, comencé a trepar.
La cosa iba bastante bien hasta que llegué a la cima. Al encaramar mi pierna por sobre la estructura superior, me quedé sin manos para mantenerme estable justo cuando el portón se sacudió en la otra dirección. Recuerdo al abuelo gritándome que me detuviese y esperase. Recuerdo haberle contestado algo así como: "¡Mira, abuelo! Te traje un biscocho".
Lo siguiente que recuerdo es haber golpeado el duro suelo del otro lado con un golpe seco. Lo otro que recuerdo es ver al biscocho aplastado como una tarta plana de lodo chocolate junto a mí. El abuelo llegó a mi lado como en unos diez segundos luego de caer al suelo. Yo estaba absolutamente histérica. Él me recogió y me sostuvo, diciéndome que todo estaría bien y preguntándome si estaba herida.
En todo lo que yo podía pensar era en el biscocho aplastado. Su biscocho. Había fracasado en la tarea. Le había fallado.
Me tomó muchos largos años aprender la lección de aquel día. La verdad es que a él no le importaba en absoluto el tonto biscocho. Le importaba yo.
Aprendí esto solamente cuando me di cuenta que esa es la misma manera en que Dios se comporta con nosotros. Estamos todos preocupados por los biscochos que hemos hecho y que le traemos a Él... tales como nuestros logros, nuestras buenas obras y nuestros ministerios. Pero la realidad es que a Él no le importan nuestros biscochos... ¡le importamos nosotros! Y en realidad no le importa si nuestros biscochos quedan aplastados en el camino o si nunca fueron perfectos en primer lugar. Todo lo que le importa es sostenernos para preguntarnos cómo nos sentimos, dónde nos duele, y abrazarnos hasta que nos sintamos mejor.
Me tomó mucho tiempo el estar agradecida por caerme de aquel portón, pero ahora veo la lección: aquellos biscochos, aquellas tareas, y el ser perfecta no se ven tan importantes. Lo que es importante, todo lo que es importante, es que Él me ama. Todo lo demás es biscochos y a Él no le importan los biscochos.
Staci Stallings, copyright 2005


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