La cita a la que iba era muy importante; se había hecho tarde y estaba
completamente perdido.
Dominando mi orgullo masculino, comencé a buscar un lugar dónde pedir
información; una estación de servicio, tal vez. Dado que había cruzado la
ciudad de una punta a la otra, el indicador de combustible estaba muy bajo y el
tiempo apremiaba.
Delante del cuartel de bomberos, noté el reflejo ambarino de una luz. ¿Qué
mejor lugar para averiguar una dirección? Bajé rápidamente del auto y crucé la
calle hacia allí.
Las tres puertas estaban abiertas de par en par y por ellas se veían las
rojas autobombas con las puertas abiertas, los cromos relucientes, a la espera
del momento en que sonara la campana.
Una vez dentro, me invadió el olor del cuartel. Un olor mezcla de mangueras
que se secaban en la torre, enormes botas de goma y cascos. Aquel vaho,
mezclado con el de los pisos recién lavados y los camiones lustrados, producían
ese misterioso aroma típico de todos los cuarteles de bomberos.
Aminoré el paso, respiré hondo y, al cerrar los ojos, me sentí transportado
a mi niñez, al cuartel de bomberos donde mi padre trabajó durante treinta y
cinco años como jefe de mantenimiento.
Miré hacia el fondo del cuartel y allí estaba, lanzando chispas doradas al
cielo, el poste de incendios.
Cierto día, mi padre dejó que mi hermano Jay y yo nos deslizáramos dos veces
por el poste. En el rincón del cuartel se encontraba el deslizador que usaban
para meterse debajo de los camiones cuando los reparaban. Mi padre solía decir:
- Agárrate - y me hacía girar una y otra vez hasta que me sentía mareado como
un marinero borracho. Era más divertido que ningún juego de hamacas voladoras
que yo hubiera conocido.
Junto al deslizador había una vieja máquina expendedora de Coca-Cola, con el
logo clásico de la
marca. Todavía proveía esas botellitas verdes originales,
pero ahora costaban treinta y cinco centavos en lugar de diez, como entonces.
Las visitas al cuartel de papá siempre culminaban con un paseo hasta la
expendedora, lo cual representaba una botella de gaseosa para mi solo.
Cuando tenía diez años fui con dos amigos al cuartel para lucirme con mi
papá y para sacarle algunas gaseosas. Después de mostrarles el cuartel a los
chicos, le pregunté a papá si podíamos tomar una bebida cada uno antes de
volver a casa para almorzar.
Ese día detecté una leve vacilación en la voz de papá, pero respondió:
- Cómo no - y nos dio a cada uno una moneda de diez centavos. Corrimos hasta
la máquina expendedora para ver si alguna botella tenía la tapa con la estrella
grabada adentro.
¡Qué día de suerte! Mi tapita tenía la estrella. Me faltaban
sólo dos más para ganar la gorra de Davy Crockett.
Después de dar las gracias a papá, salimos rumbo a casa para almorzar y
pasar la tarde nadando.
Aquel día volví temprano del lago; al entrar en el vestíbulo oí que mis
padres estaban hablando. Mamá parecía disgustada con papá. Y entonces oí mi
nombre.
- Tendrías que haberles dicho que no tenías dinero para gaseosas. Brian
habría comprendido. Esa plata era para tu almuerzo. Los chicos deben entender
que no tenemos dinero de sobra y tú necesitas comer.
Papá, como de costumbre, se encogió de hombros.
Antes de que mi madre supiera que había escuchado la conversación, subí
corriendo las escaleras hasta la habitación que compartía con mis cuatro
hermanos.
Di vuelta mis bolsillos; la tapa de la botella que había causado tantos
problemas cayó al suelo. Mientras la levantaba, dispuesto a ponerla con las
otras siete, me di cuenta del sacrificio que esa tapa había significado para mi
padre.
Esa noche hice una promesa de compensación: algún día podría decirle a papá
que supe del sacrificio que hizo aquella tarde, y tantos otros días, y que
jamás lo olvidaría.
Papá sufrió el primer ataque al corazón cuando aún era joven, a los cuarenta
y siete años. Pienso que el ritmo que impuso a su vida, trabajando en tres
lugares distintos para mantenerlos a los nueve, fue demasiado para él.
La noche en que mis padres cumplían sus bodas de plata, rodeados por toda la
familia, el más grande, fuerte y ruidoso de todos nosotros mostró la primera
grieta en la armadura que, de chicos, creíamos impenetrable.
Durante los ocho años siguientes mi padre continuó presentando batalla;
llegó a sufrir tres ataques cardíacos, hasta que terminó con un marcapasos.
Una tarde, su vieja camioneta azul se descompuso y él me llamó para que lo
llevara al médico, a hacerse el control anual. Al entrar en el cuartel vi
afuera a mi padre con todos sus compañeros, arracimados alrededor de un flamante
camión pick-up Ford color azul brillante.
Comenté que era muy lindo y papá me dijo que pensaba tener algún día un
camión así.
Soltamos la risa. Ese
había sido siempre su sueño... y parecía inaccesible.
A esa altura de mi vida me iba bien en los negocios, lo mismo que a mis
hermanos. Ofrecimos comprarle un camión entre todos, pero él lo expresó con
toda claridad:
- Si no lo pago yo, no me parecerá mío.
Cuando papá salió del consultorio, supuse que el aspecto gris y pastoso de
su cara se debía a tantos pinchazos y sondeos.
- Vámonos- fué todo lo que dijo.
Al subir al auto comprendí que algo andaba mal. Viajamos en silencio; yo
sabía que papá me diria a su modo cuál era el problema.
Hice un rodeo hasta el cuartel. Pasamos frente a nuestra vieja casa, el
campo de juegos, el lago y el negocio de la esquina; mi padre comenzó a hablar
del pasado y de los recuerdos que cada uno de esos lugares le traía.
Entonces supe que se estaba muriendo. Me miró e hizo un gesto con la cabeza.
Comprendí.
Nos detuvimos en la
heladería Cabot para tomar un helado juntos, por primera vez
en quince años. Y hablamos, ¡cuánto hablamos ese día! Me dijo que estaba
orgulloso de todos nosotros y que no tenía miedo de morir. Su temor era dejar
sola a mi madre.
Me reí entre dientes. Nunca había visto a un hombre tan enamorado de su
mujer como mi papá.
Ese día me hizo prometer que no diría a nadie lo de su muerte inminente.
Accedí, aun sabiendo que ése sería uno de los secretos más difíciles de
guardar.
Por entonces, mi esposa y yo estábamos a la búsqueda de un auto o una
camioneta nueva. Como mi padre conocía al vendedor de una concesionaria, en
Wayland, le pregunté si podía acompañarme para ver qué tipo de vehículo podría
conseguir si entregaba el viejo como parte de pago.
Cuando entramos en el salón de ventas, descubrí a papá mirando una
hermosísima pick-up marrón chocolate metalizado, completamente equipada.
Lo vi deslizar la mano por el vehículo, como un escultor que inspeccionara
su obra.
- Creo que tengo que comprar una camioneta, papá. Quiero algo chico y de
buen rendimiento.
Mientras el vendedor iba en busca de la patente provisoria, sugerí a mi
padre que sacáramos la pick-up marrón para dar una vuelta.
- No puedes permitirte ese lujo- me advirtió.
- Lo sé, y tú también lo sabes, pero el vendedor no- respondí.
Salimos a la ruta con papá al volante, riendo como dos chicos por la
jugarreta que habíamos hecho. Condujo unos diez minutos, elogiando su andar,
mientras yo jugueteaba con todos los botones.
Cuando volvimos al salón de exposición, sacamos una pequeña camioneta
Sundower azul. Papá dijo que esa camioneta era mucho mejor para ir y venir
entre la ciudad y el suburbio, pues ahorraría mucha nafta en mis largos
recorridos. Estuve de acuerdo y, al volver, cerré trato con el vendedor.
Algunas noches después llamé a mi padre para preguntarle si no quería
acompañarme a retirar la camioneta.
Creo que, si aceptó tan de prisa fué para poder echarle una última mirada a
"su" pick-up, como él la llamaba.
Al frenar en el patio del concesionario, vimos mi pequeña Sundower azul con
el cartel de Vendido. Al lado estaba la pick-up marrón, bien lavada y
reluciente, con otro gran cartel de Vendido en la ventanilla.
Miré de reojo a mi padre y ví la desilusión dibujada en su cara.
- Alguien va a llevarse una hermosa camioneta- comentó.
Me limité a asentir, mientras le decia:
- Papá, ¿quieres entrar y decirle al vendedor que vuelvo en cuanto estacione
el auto?
Al pasar junto a la camioneta marrón, mi padre deslizó la mano por la superficie;
volví a ver su expresión decepcionada.
Llevé el auto hasta el lado opuesto del edificio y, por la ventanilla,
observé a ese hombre que lo había dado todo por su familia. Vi que el vendedor
lo hacía entrar y le entregaba el juego de llaves de su camioneta marrón,
explicándole que yo la había comprado para él, que sería un secreto entre los
dos.
Papá miró por la ventana y nuestros ojos se encontraron; los dos asentimos
riendo.
Esa noche, cuando papá llegó, yo estaba sentado a la puerta de mi casa. Le
di un gran abrazo, lo besé, le dije cuánto lo quería, y le recordé que ése era
un secreto entre los dos.
Luego salimos a dar un paseo. Papá me dijo que entendía lo de la pick-up. Lo que no
entendía era qué significaba esa tapita de Coca-Cola, con una estrella en el
centro, adherida al volante.
Brian Keefe
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