Me
había ido a refugiar en un pueblo cercano para trabajar en un libro. La aldea
es un escondite perfecto; es pintoresca, silenciosa, y las comidas son buenas.
Salí
para ir a tomar desayuno a un café cuando noté que la gente me miraba. Cuando
estacioné, dos individuos se dieron vuelta para mirarme.
Una
mujer hizo una doble toma al entrar y varias personas se me quedaban mirando al
pasar. Cuando me senté, la mesera me dio un menú, pero no sin antes estudiarme
detenidamente.
¿A
qué se debía la atención? No podía ser mi cremallera; andaba con ropa de
correr.
Después
de pensarlo un poco, tomé una postura madura y supuse que me reconocían por las
fotos en las cubiertas de mis libros. ¡Cáspita! Este debe ser un pueblo de
lectores, me dije encogiéndome de hombros; conocen un buen escritor cuado ven
uno. Mi aprecio por la aldea aumentó.
Con
una sonrisa dedicada a los ocupantes de la otra mesa, me puse a disfrutar la
comida. Cuando caminé hacia la caja, todas las cabezas se volvieron para mirar.
Estoy seguro que Steinbeck tenía el mismo problema. Cuando la mujer me recibió
el dinero quiso decir algo, pero se quedó callada. Abrumado, traté de adivinar.
Fue
sólo cuando entré en el baño que vi la verdadera razón: en mi mentón había una
franja de sangre reseca. Mi trabajo de remiendo cuando me afeité no había
resultado y ahora lucía una perfecta barba de pavo.
Eso
me pasó por sentirme famoso. Quizás hayan pensado que me había fugado de una
cárcel de Texas.
¡Ah,
las cosas que Dios hace para mantenernos humildes! Lo hace para nuestro bien,
desde luego.
¿Pondría
una silla de montar en las espaldas de su hijo de cinco años?
¿Dejará
Dios que lleve sobre sí la montura de la arrogancia? De ninguna manera.
Esta es una parte del equipaje que Dios aborrece. No desaprueba
la arrogancia. No le desagrada la arrogancia. No está desfavorablemente
dispuesto hacia la arrogancia. Dios la aborrece
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