Había un niño que siempre quería ser el
conquistador del mundo. Le encantaban las películas sobre el tema y devoraba
todas las historias relacionadas.
Una noche soñó que había logrado su fin: ¡ERA EL DUEÑO DEL MUNDO!
Sin embargo, nadie en su casa, su propia familia, lo obedecía. Hacían lo que
querían y no tardó en que un sobrino suyo lo desafiara, derrotándolo.
Huyó hasta los montes más distantes, con un grupo de soldados fieles. Sin
embargo, uno de ellos no era fiel y se encargó de difamarlo antes los demás
miembros del batallón, a tal punto que tuvo que esconderse para salvar su
propia vida.
Oculto dentro de una cueva, creyó que por fin estaba a salvo, pero entonces se
dio cuenta que ni siquiera su mente estaba bajo su dominio. Pensamientos
negativos y deprimentes lo iban derrotando uno a uno. Fue entonces que
encontró, en medio de la oscuridad, una placa brillante que decía simplemente:
CONQUÍSTÁTE.
Despertó asustado. Miró su habitación para cerciorarse que definitivamente
estaba en su casa, no en una cueva en algún lado. Cuando ya no había dudas
sobre esto sonrió aliviado.
Se convertiría en una persona muy importante, un hombre preocupado por los
demás, siempre atento a sus necesidades. No se volvió el conquistador del
mundo, ni siquiera de los demás, pero en su corazón, guardó para siempre un
secreto: había logrado conquistarse a sí mismo, la conquista más importante de
todas.
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