Las
joyas, en sí mismas, no tienen valor a menos que sean traídas a la luz.
Colocadas en ciertas posiciones, reflejarán la belleza del sol. De otra forma,
en ellas no hay belleza alguna.
El
diamante que es llevado a la oscura galería o a la profunda mina subterránea no
muestra ninguna belleza. ¿Qué es ella sino un pedazo de carbón, un poco de
carbono común, a menos que ella se convierta en un medio para reflejar la luz?
Así sucede también con las otras piedras preciosas.
Sus
variados tonos no son nada sin la luz. Cuantos más lados tengan, reflejan más
luz y exhiben más belleza. Si cogemos un diamante en bruto, veremos que no hay
brillo en él. En su estado natural él no refleja luz alguna.
Así
somos nosotros en un estado natural, de ninguna utilidad, hasta que Dios
comienza a brillar sobre nosotros. La luz que existe en un diamante no es su
propia posesión: es la belleza del sol.
¿Qué
belleza existe en un hijo de Dios? Solamente la belleza de Jesús. Nosotros
somos su pueblo especial, escogido para manifestar las virtudes de Aquel que
nos llamó de las tinieblas a su luz admirable.
Qué
podamos reflejar, hoy, Su luz y Su amor.
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