Después
de un día agotador, de corretear detrás de chiquillos, de los hijos o los
nietos, qué cansada me siento.
Dicen
todos que soy el centro del hogar, dicen que las cosas no son iguales cuando no
estoy. Cuando me he enfermado dicen que me extrañan, pero ¿por qué será que me
extrañan? A veces pienso que es solo para que cumpla mis deberes como me
corresponden. Los oigo quejarse “la comida no tuvo sazón”. Me extrañan, cosa
que no entiendo porque siempre como de último, para que los demás coman bien, y
cuando me siento a comer ya todos han terminado y nadie se ha fijado qué había en
mi plato. No escucho un “gracias” o un “lo apreciamos”.
¡Qué
agotado está mi cuerpo! Qué decir de mis manos, mis uñas que mal se ven, ya ni
siquiera puedo ocuparme de ellas. A nadie parece importarle cómo se ven mis
manos, mis cabellos, o mi rostro, o mis pies. Hay ocasiones en que quisiera
volar, volar y volar.
Al
contrario de la mujer virtuosa del libro de Proverbios, a la que todos en su
casa alababan, tengo hambre de esas manifestaciones en mi familia. No es que
busque llamar la atención o busque adulaciones, o halagos forzados para
alimentar mi ego, lo que busco solamente son esas expresiones que llenen mi
necesidad de mujer, la palabra de afirmación.
Quisiera
decir que soy esa mujer que sufre callada para no alterar a nadie… nadie lo
sabe.
Quisiera
decir que no soy una mujer de hierro a la que nunca se le doblan las rodillas,
que puede hacer mil y una cosas y que nunca se cansa.
Quisiera
decir que soy una mujer que se emociona con las flores y las palabras de
aprecio.
Quisiera
decir que soy una mujer que necesita desahogar su corazón a cántaros, ya que
muchas veces mis lágrimas de dolor ocultas, han sido mi pan diario.
Ana
de Irigoyen
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