Tengo
muchos recuerdos de mi padre y de cómo crecí a su lado en nuestro departamento
junto a las vías del tren elevado.
Durante
veinte años oímos el rugido del convoy cuando pasaba por la ventana de su
dormitorio.
De
noche, tarde, papá esperaba solo en las vías el tren que lo llevaba a su empleo
en la fábrica, donde trabajaba en el turno de medianoche.
Esa
noche en particular, esperé con él en la oscuridad para despedirlo.
Su rostro estaba triste. Su hijo menor, es decir yo, había sido reclutado.
Le tomarían juramento a la mañana siguiente a las seis, mientras él estaba en
su máquina de cortar papel en la fábrica.
Mi padre había hablado de su rabia. No quería que
“ellos” se llevaran a su hijo de sólo diecinueve años, que nunca había bebido o
fumado un cigarrillo, a pelear en una guerra en Europa.
Puso sus manos en mis delgados hombros.
-Ten
cuidado, Jorge, y si alguna vez necesitas algo, escríbeme y me ocuparé de que
lo consigas.
De
pronto oímos el rugido del tren que se aproximaba. Me abrazó con fuerza y me
besó suavemente en la mejilla. Con los ojos llenos de lágrimas murmuró:
-Te
quiero, hijo mío.
Entonces
llegó el tren, las puertas lo encerraron dentro y desapareació en la noche.
Un
mes mas tarde, a los cuarenta y seis años, mi padre murió.
Tengo
setenta y seis en el momento de sentarme a escribir esto.
Una
vez oí a Pete Hamill, el periodista de Nueva York, decir que los recuerdos son
la mayor herencia de un hombre, y tengo que coincidir con él.
Sobreviví
a cuatro invasiones en la Segunda Guerra Mundial. He tenido una vida llena de
todo tipo de experiencias.
Pero
el único recuerdo que permanece es el de aquella noche en que mi papá me dijo:
“Te quiero, hijo mío” .-
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