Por 52 años mi padre se levantó cada mañana a las 5:30 a.m., excepto el
domingo, y se fue a trabajar. Por 52 años estuvo de vuelta a las 5:30 p.m.,
como reloj, para cenar a las 6:00 p.m.
No recuerdo que mi padre "saliese con los muchachos" o libase
licor. Todo lo que pedía de mi como su hija, era sostener su martillo mientras
reparaba algo, para que pudiésemos tener un tiempo para conversar.
Nunca vi a mi padre regresar enfermo del trabajo, ni tampoco tomarse una
siesta. No tenía entretenimientos más allá de cuidar de su familia.
Por 22 años, desde que dejé el hogar para ir a la universidad, mi padre me
llamó cada domingo a las 9:00 a.m. Siempre estuvo interesado en mi vida, sobre
cómo le iba a mi familia, y nunca le oí quejarse de su vida. Las llamadas las
hizo aún cuando él y mamá estaban en Australia, Inglaterra o Florida.
Hace nueve años, cuando
compré mi primera vivienda, mi padre de 67 años, invirtió ocho horas al día por
tres días en el intenso calor de Kansas, pintándola.
No me dejaba pagarle a alguien que lo hiciera. Todo lo que pedía era un
vaso de té frío, y que le sostuviese la brocha de pintura para poder conversar
conmigo. Pero yo estaba demasiado ocupada, tenía una práctica legal que
ejercer, y no podía disponer del tiempo para sostener una brocha o hablar con
mi padre.
Hace cinco años, a la edad de 71, otra vez en el sofocante calor de Kansas,
mi padre invirtió cinco horas armando un columpio para mi hija. De nuevo, todo
lo que pedía era que le llevase un vaso de té frío y le hablase. Pero
nuevamente yo tenía ropa que lavar y una casa que limpiar.
Hace cuatro años, mi padre condujo desde Denver a Topeka, con un plantón de
árbol, original de Colorado, de ocho pies, en su maletero, para que mi esposo y
yo pudiésemos tener un poco de vegetación de allá en nuestra tierra. Yo me
preparaba para un viaje ese fin de semana y no pude pasar mucho tiempo
atendiendo a papá.
La mañana del domingo 16 de enero de 1996, mi padre me telefoneó como
siempre, esta vez desde el hogar de mi hermana en Florida. Conversamos sobre el
árbol que me había traido, "El Gordo Alberto", pero esa mañana lo
llamó "El Gordo Oscar" y parecía haber olvidado algunas cosas que
habíamos conversado la semana anterior. Como tenía que ir a la iglesia, abrevié
y corté la conversación.
La llamada me llegó a las 4:40 p.m., ese día: mi padre estaba en el
hospital en Florida con un aneurisma. Tomé un avión de inmediato, y mientras
iba en camino, pensé en todas las veces en que no había tomado el tiempo para
hablar con mi padre. Me di cuenta que yo no tenía idea de quién era él o cuáles
eran sus más profundos pensamientos.
Decidí que al llegar, le compensaría por todo el tiempo perdido y tendría
una conversación larga y agradable con él para realmente conocerle. Llegué a
Florida a la 1 a.m.; mi padre había muerto a las 9:12 p.m. Esta vez fue él
quien no tuvo tiempo para hablar conmigo o tiempo para esperarme. En los años
desde su muerte he aprendido mucho acerca de mi padre, y aún sobre mí misma.
Como padre nunca me pidió nada excepto mi tiempo; ahora tiene toda mi
atención, todos y cada uno de mis días.
Nos cuesta a veces darle el tiempo precioso a quién realmente se lo merece. Sin
duda esas personas no nos niegan el suyo. Vamos hoy a dedicarle tiempo a quien
se lo merece.
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