Era un día muy ajetreado en nuestro hogar. Pero claro, con 10 hijos y otro
en camino, todos los días eran un poco agitados. Ese día en particular, sin
embargo, tenía dificultades incluso para realizar los quehaceres domésticos de
rutina, y todo a causa de un pequeñito.
Len, que tenía tres años entonces,
estaba encima de mis talones, dondequiera que me dirigiera. Cada vez que me
detenía para hacer algo y me volteaba, tropezaba con él. Varias veces le había
sugerido pacientemente actividades divertidas, para mantenerlo ocupado.
-¿No te gustaría jugar en el columpio?
-le pregunté una vez más.
Pero él simplemente me brindó una
inocente sonrisa y me dijo:
-Está bien, mamá, prefiero estar aquí
contigo.
Luego continuó retozando alegremente a
mi alrededor.
Después de pisarlo por quinta vez,
comencé a perder la paciencia e insistí en que saliera a jugar con los otros
niños. Cuando le pregunté por qué estaba actuando así, me miró con sus dulces
ojos verdes y me dijo:
-Mira, mami, en la escuela mi maestra me
dijo que caminara tras las huellas de Jesús. Pero como no puedo verlo, estoy
caminando tras las tuyas.
Tomé a Len entre mis brazos y lo abracé.
Lágrimas de amor y de humildad se derramaron sobre la oración que brotó en mi
corazón: una plegaria de agradecimiento por la simple, pero hermosa perspectiva
de un niño de tres años.
Davida Dalton
¿Qué tipo de huellas estás dejando en tu
vida? ¿Quieren tus hijos, amigos o compañeros de trabajo seguirlas? Mucho hemos
oído de seguir las huellas de Jesús, pero ¿pueden los demás seguir las tuyas
también?.
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